sábado, 23 de agosto de 2008

El narrador en la novela

Cuando tengo una idea para escribir una novela, una de las primeras preguntas que me hago: ¿Quién es el que la va a narrar? Creo que es algo esencial para el desarrollo de la historia. En cierto modo, se puede decir que todas las novelas tienen narradores omniscientes porque el autor sabe todo lo que va a ocurrir en ellas y ha creado a cada uno de sus personajes, pero la manera como se trasmita la información al lector es tan importante como la propia historia. Según quien sea el narrador, la novela puede tomar caminos muy diferentes y en ocasiones se puede malograr si no damos con la voz adecuada. De hecho, en alguna de mis novelas he tenido que cambiar de narrador porque la historia no fluía como deseaba. Mis propias novelas sirven como ejemplo de diferentes tipos de narradores.
En la primera de ellas, La futura memoria, partí de un guión de cine previo sobre la amistad de dos funcionarios jubilados y opté por el narrador omnisciente. En Y el pirata creó el mar, el narrador no se considera el auténtico protagonista de la historia porque considera que él se sumó a la aventura que comenzó Francisco Jadraque, aunque a medida que avanza la historia, y por el compromiso que adquiere en la aventura, la importancia del narrador se equipara a la del protagonista. Con 4 hilos para un epitafio, hice varias pruebas que no funcionaban hasta que decidí que las cuatro mujeres protagonistas se convirtieran en las narradoras de la historia desde un mismo punto de partida: la llegada de un creador de marionetas a la plaza de Almagro. Al principio tenía miedo porque pensaba que el ritmo de la historia decaería al repetirse ciertos acontecimientos que eran decisivos para las cuatro, pero luego comprendí que no había otra manera de hacerlo, y la respuesta de los lectores me lo ha confirmado. En el caso de Papel carbón, opté porque el protagonista, un barrendero reconvertido en detective, sea el que cuente su historia, aunque dentro de la novela aparecen las propias fantasías del protagonista narradas en tercera persona, como si se trataran de folletines de novela policiaca que sirven de preámbulo para cada capítulo. Para escribir Lágrimas de Yaiza, tuve que recurrir al narrador omnisciente porque era la única manera de contar la historia y el viaje de dos mujeres muy diferentes manteniendo las dos el mismo protagonismo. Con la narración en paralelo la novela quedaba descompensada. En Qal’at rabah, tenía que contar dos historias que están separadas por cuatro siglos y que tienden a confluir. Para la actual recurrí al narrador omnisciente, pero para la historia de Diego de Calatrava, opté por narrarla en primera persona, a pesar de que se trate de la reescritura que hace Eva de un manuscrito encontrado. En la última novela que he publicado, Olvido 27, el narrador es un objeto. Un pequeño edificio cuenta desde un punto de vista muy particular la historia de los vecinos que lo han habitado desde que fue construido en 1974. Para finalizar, en la novela que he terminado hace poco, y de la que no digo el título al estar participado en algún concurso literario, me ocurrió algo muy curioso. Había optado por una fórmula similar a la de Y el pirata…, y la novela avanzaba con fluidez, pero una noche mientras estaba en la cama escuché la voz de una de las protagonistas que me pedía que la dejara hablar. Le hice caso y tuve que dejar expresarse a dos personajes más. Ahora creo que la novela ha mejorado con esas intervenciones puntuales que cuentan aquello que no podía poner en boca del narrador.
Con todo esto sólo pretendo decir que cada novela debe encontrar la voz o voces que mejor expresen aquello que el autor quiere contar, y no hay una fórmula que funcione mejor que otras.

miércoles, 6 de agosto de 2008

El cementerio de la historias truncadas

Supongo que todos los escritores tenemos un desván en el que acaban las historias que no somos capaces de sacar adelante y que nos negamos a condenar para siempre al olvido porque confiamos en que aparezca una nueva oportunidad. Yo no puedo hablar de un desván, un armario, ni tan siquiera de un baúl. Al menos eso tendría algo de melancólico, en mi caso tengo que hablar de algo tan volátil y poco tangible como los archivos de ordenador que reúno en una carpeta con el nombre de proyectos. A los escritores se les reconoce por las obras que han publicado, pero por cada libro que ve la luz, hay muchos proyectos que se han quedado aparcados. Ideas que parecían muy buenas en su momento, pero que no han sido capaces de llevar hasta el final por circunstancias que sólo el propio autor sabe.
En mi caso, los proyectos inacabados superan a los que he sido capaz de culminar, aunque la mayoría se han quedado en simples esbozos de dos o tres páginas. No en todos los casos puedo hablar de que me haya quedado bloqueado, a veces ha aparecido otra historia en el camino que me ha exigido dedicación completa, y cuando la acabé y trataba de recuperar el proyecto previo, no encontraba la motivación necesaria para seguir escribiendo. La mente es caprichosa y no siempre está dispuesta a seguir el camino que se le indica. Por otra parte, pienso que cada historia se corresponde con un momento de mi vida, y si la dejo aparcada para retomarla más adelante, las condiciones habrán cambiado. Quizás por eso soy tan reticente a escribir una segunda parte sobre alguna de mis novelas. No quiero que una historia con la que he disfrutado se pueda convertir en una molesta obligación que me lleve a odiar a los personajes que tanto me dieron.
También se ha dado el caso de historias que comencé de una manera y han terminado de otra muy diferente, como cuentos que se convirtieron en obras de teatro, o guiones en novela. En mi caso, sólo ha habido una historia que ha pasado varias veces por el cementerio de las historias truncadas y he sido capaz de rescatarla hasta conseguir acabar la novela. Durante ocho años he mantenido una relación con Olvido 27 que ha ido del amor al odio, pasando por el desinterés, la infidelidad o el chantaje, pero al final y como si se tratara de un matrimonio, llegamos juntos hasta el fin, lo que en el caso de un autor y su obra se podría decir: hasta que la publicación nos separe.
A veces me pregunto qué es lo que determina que unas ideas se conviertan en obras literarias mientras otras marchan hacia el desván de las historias truncadas. Supongo que se podría pensar en la calidad, en el destino o en algo parecido al azar. No lo sé, aunque confío en que los personajes sigan siendo generosos y me cuenten bellas historias a las que pueda dar formato de novela, teatro o cuento.

domingo, 3 de agosto de 2008

Escuelas literarias

Cuando me pasaba largas horas leyendo y no me había planteado dedicar mi vida a la literatura, me dejaba atrapar por cada novela y no me preocupaba cómo estuviera escrita o estructurada, sólo quería seguir pasando las páginas sintiéndome en la piel de los protagonistas; pero cuando decidí dar un vuelco a mi vida y trasformar la fotografía en literatura, cambió la manera de situarme ante los libros. La prioridad no era disfrutar de lo que había escrito en ellos, sino saber cómo estaban escritos, conocer el mecanismo que utilizaba el autor para dotar a todas aquellas frases de una estructura sólida, lo que muchos llaman la arquitectura de la novela. Por entonces disponía de unos pocos ladrillos, pero carecía de todo lo demás. Yo no había estudiado filología y mi paso por la universidad había sido testimonial, tanto en Económicas como en Imagen.
Llegué a plantearme la asistencia a una escuela literaria para completar mi formación, pero desistí al no disponer del dinero que necesitaba para matricularme, y poco tiempo después tuve una experiencia decepcionante con una de las principales escuelas. Acababa de terminar el manuscrito de mi primera novela, La futura memoria, cuando supe que una escuela literaria había convocado un premio de novela para escritores noveles. Presenté mi texto con la ilusión de todo primerizo, y varios meses más tarde recibí una carta en la que me hacían una dura crítica de mi obra al tiempo que incluían el boletín de inscripción para el siguiente curso, en el que por la módica cantidad de quinientas mil pesetas, de las de entonces, podría aprender el oficio de escritor.
Entonces me di cuenta de que ese concurso era el cebo del que se servían para captar a aquellos que tuvieran ilusión por escribir y dudas sobre su preparación. Recuerdo que escribí una carta al director del centro en la que contaba que yo no había presentado mi obra a un examen y que había decidido elegir a mis propios maestros, y a ningún profesor de su escuela le otorgaba esa categoría.
Esa fue mi única experiencia con una escuela literaria, y con esto no digo que no puedan ser útiles para ampliar la formación de aquellos que ya tengan la capacidad de inventar historias a través de una mejor utilización de los recursos literarios, pero yo creo que lo esencial no se aprende en las escuelas.
David Mamet, un escritor al que admiro como autor teatral, guionista y director de cine, no tanto como novelista, dice, aludiendo al actor de teatro, que cuando está en escena no debe conocer toda la obra que está representando, sino que debe enfrentarse a la situación que está viviendo en ese momento sin saber lo que va a ocurrir cuando salga del escenario. Él pone un ejemplo diciendo que un boxeador no necesita conocer la historia del boxeo cuando sube al cuadrilátero, lo único importante es evitar que el rival que tiene enfrente le dé un golpe que lo mande a la lona.
Cuando inicio una novela me siento como un boxeador débil que tiene enfrente a un gigante que lo puede derribar al primer error. Creo que con el tiempo, con muchas horas de combate y bastantes golpes recibidos, he aprendido a fajarme y a encontrar huecos en la guardia del rival hasta acabar dominándolo, pero a pesar de haberlo hecho otras veces, cada historia es diferente y el miedo al gigante siempre existe. El día en que deje de tenerlo se habrá acabado mi carrera de escritor porque ya no existirá el reto. Y no sé si esto se aprende en las escuelas.

viernes, 1 de agosto de 2008

El casting en la novela

Al igual que en el cine, en la televisión y en la publicidad se hacen casting para encontrar a los actores o modelos que han de identificarse con un determinado personaje o producto, al escribir una novela también es preciso hacer algo parecido, aunque puede que no sea correcto llamarlo casting. Cuando tengo la idea para una nueva historia tengo que buscar a los personajes que la interpreten, y no basta con recurrir a una tipología determinada de hombres o mujeres, a cada uno de esos personajes hay que crearle una familia, una biografía y hasta un perfil psicológico, aparte de una serie de rasgos que lo hagan fácil de identificar por parte del lector. Por lo general, yo suelo dar pocos datos de las características físicas de mis personajes. Como lector no me gusta que me condicionen con muchos datos acerca de la altura, color de ojos y pelo y complexión física, creo que la fantasía es muy rica y cada lector puede otrogar a los personajes la imagen que le resulte más grata. En varias ocasiones algunos de mis lectores me han hablado de alguno de mis personajes convencidos de que yo los había descrito como ellos me contaban y de nada valía que yo les dijera que no aparecía esa descripción en el texto.
El hecho de ponerme a crear la imagen y la historia de los personajes supone que parto de una idea sólida y la novela va por buen camino, aunque una mala elección de los protagonistas y de los acontecimientos que rodean su vida puede desencadenar que la trama se desinfle rápidamente o que se pierda para siempre. No pienso en todos los personajes que van a aparecer en la novela, sino en los tres o cuatro esenciales. El resto irán apareciendo en función de las decisiones que tome porque me gusta dejar un amplio margen de maniobra en función de lo que vaya surgiendo cuando escriba.
Reconozco que durante ese proceso tengo infinidad de dudas y hago muchos cambios en la situación de los personajes y en las relaciones que mantienen, lo que me ocasiona continuos conflictos, hasta que llega un momento en que encajan con la historia que quiero contar y me aportan datos para seguir avanzando. Entonces llega el momento de obrar en consecuencia con las elecciones que he hecho, y tengo la impresión de que si respeto a los personajes, ellos serán generosos y me permitirán gozar con mi trabajo, porque no hay que olvidar que la literatura, en el fondo, es un juego en el que el escritor no debe ser un tramposo porque los lectores son detectives muy sagaces que terminan desenmascarando a quien no juega limpio.