domingo, 25 de mayo de 2008

Un bello anuncio con un mensaje infame

Durante trece años, y antes de dedicarme a la literatura, trabajé en la publicidad. No era un creativo ni un ejecutivo de cuentas. Trabajaba en una productora y mi responsabilidad estaba limitada porque era un pequeño eslabón cuando se hacían las fotos o se rodaban los anuncios. Puede que por esta falta de implicación con el proceso que existe desde que se aprueba una idea hasta que se crea una campaña, desarrollé una conciencia crítica hacia la publicidad y todo lo que implica, hasta el punto de que pocas veces he comprado los productos que anunciaba. Recuerdo que un creativo me dijo durante una cena que su labor consistía en ponerle un bonito papel de regalo a la basura. Entonces pensé que había exagerado, pero pronto me di cuenta de que una de las mejores palabras para definir la publicidad es la hipocresía, porque consiste en fingir cualidades en productos que no las tienen. Supongo que los defensores de esta actividad tan lucrativa pueden encontrar infinidad de argumentos para rebatir un concepto tan simple, pero en este texto no pretendo cuestionar al principal aliado de la globalización y del capitalismo.
En los últimos años veo poco la televisión, por lo que la mayoría de los anuncios me pasan desapercibidos, pero de vez en cuando hay alguno que me llama la atención, y generalmente son aquellos que me provocan sensación de rechazo. Últimamente se está emitiendo uno que me provoca indignación, a pesar de que estéticamente es sublime y de una originalidad incuestionable. En ese anuncio se hace una relación de los grandes logros de la humanidad a través de hermosas imágenes compuestas en el cuerpo humano. Sería un magnífico anuncio para hablar de la igualdad de todos los hombres, de la lucha contra las injusticias o de la eliminación de las fronteras, pero se trata de un anuncio de una multinacional petrolífera con el que pretenden dar a entender su compromiso para defender el medio ambiente y el futuro del planeta. Si yo fuera una persona bien pensada, me alegraría de que una empresa tan poderosa hubiera tomado conciencia de la degradación que sufre el planeta y dedicara sus recursos para revertir el proceso, pero no soy tan ingenuo, y pienso que, para una multinacional tan cuestionada, un lavado de imagen de pocos millones de euros es un precio muy barato por tener licencia para seguir esquilmando el planeta y a los pueblos que tienen la desgracia de habitar junto a sus campos petrolíferos, a lo largo del recorrido de sus oleoductos o en la proximidades de sus complejos petroquímicos. No nos engañemos, estas empresas no son fundaciones benéficas, y su única finalidad es la de obtener beneficios a corto plazo para que sus accionistas obtengan dividendos, y para lograrlo no reparan en medios que a veces se encuentran en el límite de lo legal, pero eso no tiene por qué saberlo la gente.
Una buena campaña publicitaria es infinitamente más útil y rentable que dedicar una parte de los beneficios a la investigación en energías limpias y baratas con las que se les acabaría el chollo. Aunque utilizar en su propio beneficio los grandes logros del hombre a lo largo de los siglos me parece una señal de fascismo económico muy propia de las multinacionales que tienen más poder que muchos gobiernos.

jueves, 22 de mayo de 2008

Olvido 27

Olvido 27 es el título de la novela que publicaré durante el mes de junio. Muchos de mis lectores más fieles me han preguntado bastantes veces por ella porque se trata de un proyecto antiguo que he tardado más de ocho años en completar, y siempre que me preguntaban cuándo la podrían leer, respondía que se trataba de un trabajo muy complejo que me planteaba nuevos retos con cada paso que daba. En muchos momentos pensé que me desbordaba y que no sería capaz de completarlo. Hasta cuatro novelas he escrito desde que decidí trasformar un conjunto de relatos que compartían tiempo y lugar en una novela en la que el narrador es un edificio de provincias, situado en un barrio obrero, que narra la historia de sus ocupantes durante más de treinta años.
Si con el resto de mis novelas he tenido miedo a la hora de publicarlas porque temía que se me hubiera escapado algo o estuvieran llenas de errores, en Olvido 27 se ha trasformado en pánico, porque a las preocupaciones habituales se suma la certeza de que no era capaz de dedicarle más tiempo sin que el placer de escribir se hubiera trasformado en fobia. Había llegado el momento de guardarla para siempre en el cajón del olvido, o de publicarla para que la novela pueda recorrer su propio camino alejada de su creador. Dicen que todos los escritores tienen una obra maldita, en la que ellos ponen más empeño que en el resto de sus libros, pero sus lectores no tienen su misma percepción y llega a convertirse en un texto prescindible de su trayectoria. Yo no sé el destino que le espera a esta novela en la que he invertido miles de horas y donde me he tomado más licencias que en ninguna de mis obras, pero siento que se aleja como un hijo díscolo. Supongo que los lectores que se aventuren a leerla la situarán donde le corresponda estar porque el autor no puede defender a sus criatura cuando su libros se encuentran en la calle.

domingo, 18 de mayo de 2008

Vivir del cuento

Una de las primeras preguntas que hace la gente cuando entra en mi tienda, y se encuentra ante un escritor desconocido que vende su obra, es si es posible vivir de lo que escribo. Suelo responder que no es fácil, pero tampoco es imposible, a pesar de carecer del apoyo de agentes literarios o de editoriales. Ante todo, es necesario tener mucha voluntad para no desfallecer porque es un camino largo y lleno de obstáculos, y la duda sobre la propia capacidad es uno de los principales. No importa el número de novelas que haya escrito ni el reconocimiento obtenido, cuando comienzo una nueva historia la primera sensación es de miedo porque tengo que hipotecar más de un año de trabajo en el que debo dedicar muchas horas del día para acabar completar el manuscrito. A pesar del esfuerzo, esta es la parte más grata del proceso porque disfruto escribiendo. Después llega el proceso de revisión, donde se duda de todo lo escrito y se cree que el texto está lleno de errores. No importa el número de revisiones que se haga, la sensación nunca cambia, aunque llega un momento en el que tengo que cerrar la historia para que se defienda por sí misma frente a los lectores. Cada una de mis obras pertenece a una época de mi vida, y si ahora retomara alguna de mis primeras novelas no la escribiría igual porque mi situación ha cambiado.
Al terminar la redacción de una novela comienza la labor más incómoda y la que en muchos casos genera frustración. Lo habitual es que muchos escritores, aquellos que no tienen agente, quieran enviar una copia de su texto a algunas editoriales de renombre confiando en que su obra sea elegida para su publicación. Al ponerse en contacto con estas editoriales, descubren que la mayoría se niega a recibir los textos no solicitados, en unas pocas los admiten pero no garantizan su lectura y en el mejor de los casos puede que nos concedan el crédito de leer diez páginas antes de destruir el texto. Otra vía pasa por encontrar un agente literario que confíe en nuestra obra y se encargue de facilitarnos el acceso al mercado editorial, pero la experiencia me dice que el proceso es similar al anterior e igual de decepcionante. La tercera vía es la de los concursos literarios, y que considero más fiable que las anteriores, siempre que tengamos en cuenta que es una pérdida de tiempo, papel y dinero presentarse a los concursos con mayor dotación económica porque es un territorio vedado. Por fortuna, existen unos cuantos premios que son fiables y en los que se juzga la obra sin tener en cuenta a quien la haya escrito.
Yo he combinado esta vía con una cuarta, que consiste en ser editor y vendedor de mi propia obra. Cuando acabo una novela la envío a varios premios literarios durante un año, y si durante ese tiempo no obtengo recompensa, procedo a su publicación con mi sello editorial Baobab Ediciones. A corto plazo supone un gasto considerable porque al trabajo realizado durante la creación se debe añadir la inversión realizada con la publicación y la ausencia de canales de distribución. Que nadie espere vender muchos libros en poco tiempo con este método. Hay que armarse de paciencia y buscar recursos alternativos para no caer en la desesperación y abandonar la carrera literaria. Supongo que he tenido algo de fortuna porque en los momentos de crisis he recibido algunos premios, y además del espaldarazo que supone para la labor creativa, han supuesto la inyección de recursos para realizar nuevas publicaciones.
En cuanto a la venta de libros en mi tienda, puedo decir que estoy a punto de publicar el sexto libro con mi sello editorial y he comprobado que en un periodo máximo de cuatro años amortizo la inversión al tiempo que incremento el número de lectores que coleccionan mis libros. Y a todo esto hay que añadir algo muy importante, sigo siendo el titular de los derechos de mis obras, algo a lo que tendría que renunciar durante treinta años si hubiera publicado con otra editorial.
Supongo que por ahora he conseguido vivir del cuento, aunque también del teatro y la novela.

viernes, 9 de mayo de 2008

De lo ordinario a lo extraordinario

Uno de los escritores que más admiro es Billy Wilder. Sé que toda su experiencia literaria se limitó a escribir guiones y siempre compartidos, pero eso no le resta importancia como creador. Entre sus principales cualidades destacan el sentido de ritmo y sus diálogos magistrales. Con su lenguaje directo solía decir que el principal fin de una película consiste en agarrar al espectador de los genitales en las primeras escenas y no soltarlo hasta que se acabara.
Cuando escribo tengo muy presente sus palabras. He leído muchos libros de escritores reconocidos en los que es preciso hacer un gran acopio de voluntad para no dejar abandonada la novela en las primeras páginas, y con otros no he tenido tan buena voluntad ni paciencia y he ocupado mi tiempo en otras actividades menos tediosas.
Yo no soy un escritor conocido y tengo muy claro que los lectores no me concederán el mismo crédito que se permite a los famosos. Mis novelas deben enganchar en las primeras páginas si quiero que los libros no ocupen un lugar perenne en las estanterías de unos pocos. Por otra parte, al ser el editor de la mayoría de mis libros, debo ocuparme en que el negocio no sea ruinoso porque mis recursos son limitados y mantengo la ambición de que mi obra pueda ser una inversión rentable. Eso de ser un escritor maldito no va conmigo. Es un recurso que puede resultar útil en ciertas tertulias literarias, pero no me siento cómodo en ese ambiente. Como editor y vendedor tengo que velar para que el producto que ofrezco esté a la altura de lo que el lector exige, confiando en que los compradores se conviertan en distribuidores de mi obra.
De lo mucho que he aprendido de Billy Wilder, hay una frase que tengo muy presente cada vez que voy a iniciar un nuevo proyecto. Él decía que el que parte de lo ordinario puede llegar a alcanzar lo extraordinario, mientras el que parte de lo extraordinario en la mayoría de las ocasiones termina haciendo algo ordinario. Él demostró en películas magistrales, como Perdición, Días sin huella y El apartamento, que partiendo de situaciones sencillas se puede alcanzar lo sublime. Con frecuencia escucho a gente que me habla de ideas maravillosas para una novela. Escucho lo que me cuentan, pero rara vez encuentro algo interesante con lo que pueda trabajar, aunque en ocasiones, en algún detalle que ellos consideran trivial encuentro una imagen o una idea que me seduce y que me puede guiar en una dirección sugerente. Supongo que cada persona tenemos una manera diferente de percibir la realidad y de servirnos de ella como estímulo de nuestra creatividad. En mi caso, prefiero partir de algo sencillo hacia la caza de lo extraordinario porque es posible que durante el proceso de búsqueda pueda encontrar la recompensa, y porque el proceso de escritura es más gozoso cuando se va sumando que cuando se tiene la sensación de que la historia se desinfla y no está a la altura de lo que imaginábamos al principio.