domingo, 3 de agosto de 2008

Escuelas literarias

Cuando me pasaba largas horas leyendo y no me había planteado dedicar mi vida a la literatura, me dejaba atrapar por cada novela y no me preocupaba cómo estuviera escrita o estructurada, sólo quería seguir pasando las páginas sintiéndome en la piel de los protagonistas; pero cuando decidí dar un vuelco a mi vida y trasformar la fotografía en literatura, cambió la manera de situarme ante los libros. La prioridad no era disfrutar de lo que había escrito en ellos, sino saber cómo estaban escritos, conocer el mecanismo que utilizaba el autor para dotar a todas aquellas frases de una estructura sólida, lo que muchos llaman la arquitectura de la novela. Por entonces disponía de unos pocos ladrillos, pero carecía de todo lo demás. Yo no había estudiado filología y mi paso por la universidad había sido testimonial, tanto en Económicas como en Imagen.
Llegué a plantearme la asistencia a una escuela literaria para completar mi formación, pero desistí al no disponer del dinero que necesitaba para matricularme, y poco tiempo después tuve una experiencia decepcionante con una de las principales escuelas. Acababa de terminar el manuscrito de mi primera novela, La futura memoria, cuando supe que una escuela literaria había convocado un premio de novela para escritores noveles. Presenté mi texto con la ilusión de todo primerizo, y varios meses más tarde recibí una carta en la que me hacían una dura crítica de mi obra al tiempo que incluían el boletín de inscripción para el siguiente curso, en el que por la módica cantidad de quinientas mil pesetas, de las de entonces, podría aprender el oficio de escritor.
Entonces me di cuenta de que ese concurso era el cebo del que se servían para captar a aquellos que tuvieran ilusión por escribir y dudas sobre su preparación. Recuerdo que escribí una carta al director del centro en la que contaba que yo no había presentado mi obra a un examen y que había decidido elegir a mis propios maestros, y a ningún profesor de su escuela le otorgaba esa categoría.
Esa fue mi única experiencia con una escuela literaria, y con esto no digo que no puedan ser útiles para ampliar la formación de aquellos que ya tengan la capacidad de inventar historias a través de una mejor utilización de los recursos literarios, pero yo creo que lo esencial no se aprende en las escuelas.
David Mamet, un escritor al que admiro como autor teatral, guionista y director de cine, no tanto como novelista, dice, aludiendo al actor de teatro, que cuando está en escena no debe conocer toda la obra que está representando, sino que debe enfrentarse a la situación que está viviendo en ese momento sin saber lo que va a ocurrir cuando salga del escenario. Él pone un ejemplo diciendo que un boxeador no necesita conocer la historia del boxeo cuando sube al cuadrilátero, lo único importante es evitar que el rival que tiene enfrente le dé un golpe que lo mande a la lona.
Cuando inicio una novela me siento como un boxeador débil que tiene enfrente a un gigante que lo puede derribar al primer error. Creo que con el tiempo, con muchas horas de combate y bastantes golpes recibidos, he aprendido a fajarme y a encontrar huecos en la guardia del rival hasta acabar dominándolo, pero a pesar de haberlo hecho otras veces, cada historia es diferente y el miedo al gigante siempre existe. El día en que deje de tenerlo se habrá acabado mi carrera de escritor porque ya no existirá el reto. Y no sé si esto se aprende en las escuelas.

No hay comentarios: